La
canción campirana originaria en el siglo XIX pareció sufrir un proceso de
revitalización: se trata de un nacionalismo que desemboca en una canción
añorante al estilo de la Canción mixteca (1916)
de José López Álvarez, La pajarera, El
desterrado (1917) y La borrachita
(1918) de “Tata Nacho”. La acogida que tuvieron estas canciones elaboradas por
músicos con preparación académica fue tan grande y tanta la demanda que en 1919
la RCA grababa en Nueva Jersey toda una serie de canciones con esas
características: Paloma blanca, Juan
soldado, A la orilla de un palmar, El abandonada, La pajarera, y Perjura, ejecutadas por los intérpretes triunfadores de aquellos
años: Carmen García Cornejo, Ángel R. Esquivel, Mario Talavera, Felipe Llera y
los duetos Abrego-Picazo y Ovando-Rosete.
Nuevas
canciones vinieron a afirmar el naciente género de recreación ranchera, que
pronto se convertiría en un producto citadino con color campirano. Tal es el
caso de Adiós Mariquita Linda (1925)
de Marco Antonio Jiménez, La negra noche (1926),
de Emilio D. Uranga, Allá en el rancho
grande (1927), en arreglo de Silvano Ramos y El limoncito (1928) en arreglo de Alfonso Esparza Oteo.
En
los años veinte, el género conocido como "canción ranchera” estaba muy distante
del estilo inseparable del mariachi que ahora se conoce. Por lo general, se le
acostumbraba cantar acompañado por
piano, orquesta de alientos (maderas) o
de cuerdas.
La nueva canción ranchera se manifiesta sobre todo en la modalidad de son alegre, campirano y bucólico-ranchero de Atotonilco (1933), de Juan José Espinosa; Flor Silvestre (1929) de los Cuates Castilla o Soy virgencita (1929), en arreglo de Armando Rosales, pero también en el estilo de evocación triste de La negra noche (1926), de Emilio D. Uranga y en el más popular de todos, el nuevo estilo bravío representado por la cancionera Lucha Reyes cuando se retiró del grupo Garnica-Ascencio, al perder su voz de soprano, y se dedicó a cantar de garganta.
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